Después de la visita de Leila al apartamento de Ana, ella necesita un poco de espacio y está fuera durante horas, Christian no la encuentra y se desespera, cuando ella regresa él le cuenta la verdad sobre porque se comporta de la manera que lo hace.
En mi opinión la escena refleja bastante bien esa parte del libro, aún así, os dejo vídeo y escena del libro para que comparéis.
A disfrutar.
Salgo del ascensor y entro al piso de Christian. Taylor no me está esperando, lo cual es inusual. Abro la doble puerta y voy hacia el salón. Christian está al teléfono, caminando nervioso junto al piano.
—Ya está aquí —espeta. Se da la vuelta para mirarme y cuelga el teléfono—. ¿Dónde coño estabas? —gruñe, pero no se acerca.
¿Está enfadado conmigo? ¿Él es el que acaba de pasar Dios sabe cuánto tiempo con su ex novia lunática, y está enfadado conmigo?
—¿Has estado bebiendo? —pregunta, consternado.
—Un poco. No creía que fuera tan obvio. Gime y se pasa la mano por el pelo.
—Te dije que volvieras aquí —dice en voz baja, amenazante—. Son las diez y cuarto. Estaba preocupado por ti.
—Fui a tomar una copa, o tres, con Ethan, mientras tú atendías a tu ex —le digo entre dientes—. No sabía cuánto tiempo ibas a estar… con ella.
Entorna los ojos y da unos cuantos pasos hacia mí, pero se detiene.
—¿Por qué lo dices en ese tono? Me encojo de hombros y me miro los dedos.
—Ana, ¿qué pasa?
Y por primera vez detecto en su voz algo distinto a la ira. ¿Qué es? ¿Miedo? Trago saliva, intentando decidir qué decir.
—¿Dónde está Leila?
Alzo la mirada hacia él.
—En un hospital psiquiátrico de Fremont —dice con expresión escrutadora
—. Ana, ¿qué pasa? —Se acerca hasta situarse justo delante de mí—. ¿Cuál es el problema? —musita.
Niego con la cabeza.
—Yo no soy buena para ti.
—¿Qué? —murmura, y abre los ojos, alarmado—. ¿Por qué piensas eso? ¿Cómo puedes pensar eso? —Yo no puedo ser todo lo que tú necesitas.
—Tú eres todo lo que necesito.
—Solo verte con ella… —se me quiebra la voz.
—¿Por qué me haces esto? Esto no tiene que ver contigo, Ana. Sino con ella. —Inspira profundamente, y vuelve a pasarse la mano por el pelo—. Ahora mismo es una chica muy enferma. —Pero yo lo sentí… lo que teníais juntos.
—¿Qué? No.
Intenta tocarme y yo retrocedo instintivamente. Deja caer la mano y se me queda mirando. Se le ve atenazado por el pánico.
—¿Vas a marcharte? —murmura con los ojos muy abiertos por el miedo.
Yo no digo nada mientras intento reordenar el caos de mi mente.
—No puedes hacerlo —suplica.
—Christian… yo… Lucho por aclarar mis ideas. ¿Qué intento decir? Necesito tiempo, tiempo para asimilar todo esto. Dame tiempo.
—¡No, no! —dice él.
—Yo…
Mira con desenfreno alrededor de la estancia buscando… ¿qué? ¿Una inspiración? ¿Una intervención divina? No lo sé.
—No puedes irte, Ana. ¡Yo te quiero!
—Yo también te quiero, Christian, es solo que…
—¡No, no! —dice desesperado, y se lleva las manos a la cabeza.
—Christian…
—No —susurra, y en sus ojos muy abiertos brilla el pánico.
De repente cae de rodillas ante mí, con la cabeza gacha, y las manos extendidas sobre los muslos. Inspira profundamente y se queda muy quieto. ¿Qué?
—Christian, ¿qué estás haciendo?
Él sigue mirando al suelo, no a mí.
—¡Christian! ¿Qué estás haciendo? —repito con voz estridente. Él no se mueve
—. ¡Christian, mírame! —ordeno aterrada.
Él levanta la cabeza sin dudarlo, y me mira pasivamente con sus fríos ojos grises: parece casi sereno… expectante. Dios santo… Christian. El sumiso.
Christian postrado de rodillas a mis pies, reteniéndome con la firmeza de su mirada gris, es la visión más solemne y escalofriante que he contemplado jamás… más que Leila con su pistola. El leve aturdimiento producido por el alcohol se esfuma al instante, sustituido por una creciente sensación de fatalidad. Palidezco y se me eriza todo el vello. Inspiro profundamente, conmocionada. No. No, esto es un error, un error muy grave y perturbador.
—Christian, por favor, no hagas esto. Esto no es lo que quiero.
Él sigue mirándome con total pasividad, sin moverse, sin decir nada. Oh, Dios. Mi pobre Cincuenta. Se me encoge el corazón. ¿Qué demonios le he hecho? Las lágrimas que pugnan por brotar me escuecen en los ojos.
—¿Por qué haces esto? Háblame —musito.
Él parpadea una vez.
—¿Qué te gustaría que dijera? —dice en voz baja, inexpresiva, y el hecho de que hable me alivia momentáneamente, pero así no…
No. ¡No! Las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas, y de repente me resulta insoportable verle en la misma posición postrada que la de esa criatura patética que era Leila. La imagen de un hombre poderoso, que en realidad sigue siendo un muchacho, que sufrió terribles abusos y malos tratos, que se considera indigno del amor de su familia perfecta y de su mucho menos perfecta novia… mi chico perdido… La imagen es desgarradora.
Compasión, vacío, desesperación, todo eso inunda mi corazón, y siento una angustia asfixiante. Voy a tener que luchar para recuperarle, para recuperar a mi Cincuenta. Pensar en que yo pueda ejercer la dominación sobre alguien me resulta atroz. Pensar en que yo ejerza la dominación sobre Christian es sencillamente repugnante. Eso me convertiría en alguien como ella: la mujer que le hizo esto a él. Al pensar en eso, me estremezco y contengo la bilis que siento subir por mi garganta. Es inconcebible que yo haga eso. Es inconcebible que desee eso. A medida que se me aclaran las ideas, veo cuál es el único camino: sin dejar de mirarle a los ojos, caigo de rodillas frente a él. Siento la madera dura contra mis espinillas, y me seco las lágrimas con el dorso de la mano. Así, ambos somos iguales. Estamos al mismo nivel. Este es el único modo de recuperarle. Él abre los ojos imperceptiblemente cuando alzo la vista y le miro, pero, aparte de eso, ni su expresión ni su postura cambian.
—Christian, no tienes por qué hacer esto —suplico—. Yo no voy a dejarte. Te lo he dicho y te lo he repetido cientos de veces. No te dejaré. Todo esto que ha pasado… es abrumador. Lo único que necesito es tiempo para pensar… tiempo para mí. ¿Por qué siempre te pones en lo peor?
Se me encoge nuevamente el corazón, porque sé la razón: porque es inseguro, y está lleno de odio hacia sí mismo.
Las palabras de Elena vuelven a resonar en mi mente: «¿Sabe ella lo negativo que eres contigo mismo? ¿En todos los aspectos?». Oh, Christian. El miedo atenaza de nuevo mi corazón y empiezo a balbucear:
—Iba a sugerir que esta noche volvería a mi apartamento. Nunca me dejas tiempo… tiempo para pensar las cosas. —Rompo a sollozar, y en su cara aparece la levísima sombra de un gesto de disgusto—. Simplemente tiempo para pensar. Nosotros apenas nos conocemos, y toda esa carga que tú llevas encima… yo necesito… necesito tiempo para analizarla. Y ahora que Leila está… bueno, lo que sea que esté… que ya no anda por ahí y ya no es un peligro… pensé… pensé…
Se me quiebra la voz y le miro fijamente. Él me observa intensamente y creo que me está escuchando.
—Verte con Leila… —cierro los ojos ante el doloroso recuerdo de verle interactuando con su antigua sumisa—… me ha impactado terriblemente. Por un momento he atisbado cómo había sido tu vida… y… —Bajo la vista hacia mis dedos entrelazados. Mis mejillas siguen inundadas de lágrimas—. Todo esto es porque siento que yo no soy suficiente para ti. He comprendido cómo era tu vida, y tengo mucho miedo de que termines aburriéndote de mí y entonces me dejes… y yo acabe siendo como Leila… una sombra. Porque yo te quiero, Christian, y si me dejas, será como si el mundo perdiera la luz. Y me quedaré a oscuras. Yo no quiero dejarte. Pero tengo tanto miedo de que tú me dejes… Mientras le digo todo eso, con la esperanza de que me escuche, me doy cuenta de cuál es mi verdadero problema. Simplemente no entiendo por qué le gusto. Nunca he entendido por qué le gusto.
—No entiendo por qué te parezco atractiva —murmuro—. Tú eres… bueno, tú eres tú… y yo soy… —Me encojo de hombros y le miro—. Simplemente no lo entiendo. Tú eres hermoso y sexy y triunfador y bueno y amable y cariñoso… todas esas cosas… y yo no. Y yo no puedo hacer las cosas que a ti te gusta hacer. Yo no puedo darte lo que necesitas. ¿Cómo puedes ser feliz conmigo? —Mi voz se convierte en un susurro que expresa mis más oscuros miedos—. Nunca he entendido qué ves en mí. Y verte con ella no ha hecho más que confirmarlo. Sollozo y me seco la nariz con el dorso de la mano, contemplando su expresión impasible. Oh, es tan exasperante. ¡Habla conmigo, maldita sea!
—¿Vas a quedarte aquí arrodillado toda la noche? Porque yo haré lo mismo —le espeto con cierta dureza.
Creo que suaviza el gesto… incluso parece vagamente divertido. Pero es muy difícil saberlo. Podría acercarme y tocarle, pero eso sería abusar de forma flagrante de la posición en la que él me ha colocado. Yo no quiero eso, pero no sé qué quiere él, o qué intenta decirme. Simplemente no lo entiendo.
—Christian, por favor, por favor… háblame —le ruego, mientras retuerzo las manos sobre el regazo. Aunque estoy incómoda sobre mis rodillas, sigo postrada, mirando esos ojos grises, serios, preciosos, y espero. Y espero. Y espero.
—Por favor —suplico una vez más.
De pronto, su intensa mirada se oscurece y parpadea.
—Estaba tan asustado —murmura.
¡Oh, gracias a Dios! Mi subconsciente vuelve a recostarse en su butaca, suspirando de alivio, y se bebe un buen trago de ginebra. ¡Está hablando! La gratitud me invade y trago saliva intentando contener la emoción y las lágrimas que amenazan con volver a brotar. Su voz es tenue y suave.
—Cuando vi llegar a Ethan, supe que otra persona te había dejado entrar en tu apartamento. Taylor y yo bajamos del coche de un salto. Sabíamos que se trataba de ella, y verla allí de ese modo, contigo… y armada. Creo que me sentí morir. Ana, alguien te estaba amenazando… era la confirmación de mis peores miedos. Estaba tan enfurecido con ella, contigo, con Taylor, conmigo mismo… Menea la cabeza, expresando su angustia. —No podía saber lo desequilibrada que estaba. No sabía qué hacer. No sabía cómo reaccionaría. —Se calla y frunce el ceño—. Y entonces me dio una pista: parecía muy arrepentida. Y así supe qué tenía que hacer.
Se detiene y me mira, intentando sopesar mi reacción.
—Sigue —susurro.
Él traga saliva.
—Verla en ese estado, saber que yo podía tener algo que ver con su crisis nerviosa… —Cierra los ojos otra vez—. Leila fue siempre tan traviesa y vivaz…
Tiembla e inspira con dificultad, como si sollozara. Es una tortura escuchar todo esto, pero permanezco de rodillas, atenta, embebida en su relato.
—Podría haberte hecho daño. Y habría sido culpa mía.
Sus ojos se apagan, paralizados por el horror, y se queda de nuevo en silencio.
—Pero no fue así —susurro—, y tú no eras responsable de que estuviera en ese estado, Christian.
Le miro fijamente, animándole a continuar. Entonces caigo en la cuenta de que todo lo que hizo fue para protegerme, y quizá también a Leila, porque también se preocupa por ella. Pero ¿hasta qué punto se preocupa por ella? No dejo de plantearme esa incómoda pregunta. Él dice que me quiere, pero me echó de mi propio apartamento con mucha brusquedad.
—Yo solo quería que te fueras —murmura, con su extraordinaria capacidad para leer mis pensamientos—. Quería alejarte del peligro y… Tú… no… te ibas —sisea entre dientes, y su exasperación es palpable.
Me mira intensamente.
—Anastasia Steele, eres la mujer más tozuda que conozco.
Cierra los ojos mientras niega con la cabeza, como si no diera crédito. Oh, ha vuelto. Aliviada, lanzo un largo y profundo suspiro. Él abre los ojos de nuevo, y su expresión es triste y desamparada… sincera.
—¿No pensabas dejarme? —pregunta.
—¡No!
Vuelve a cerrar los ojos y todo su cuerpo se relaja. Cuando los abre, veo su dolor y su angustia.
—Pensé… —Se calla—. Este soy yo, Ana. Todo lo que soy… y soy todo tuyo. ¿Qué tengo que hacer para que te des cuenta de eso? Para hacerte ver que quiero que seas mía de la forma que tenga que ser. Que te quiero.
—Yo también te quiero, Christian, y verte así es… —Me falta el aire y vuelven a brotar las lágrimas—. Pensé que te había destrozado.
—¿Destrozado? ¿A mí? Oh, no, Ana. Todo lo contrario. —Se acerca y me coge la mano—. Tú eres mi tabla de salvación —susurra, y me besa los nudillos antes de apoyar su palma contra la mía.
Con los ojos muy abiertos y llenos de miedo, tira suavemente de mi mano y la coloca sobre su pecho, cerca del corazón… en la zona prohibida. Se le acelera la respiración. Su corazón late desbocado, retumbando bajo mis dedos. No aparta los ojos de mí; su mandíbula está tensa, los dientes apretados. Yo jadeo. ¡Oh, mi Cincuenta! Está permitiendo que le toque. Y es como si todo el aire de mis pulmones se hubiera volatilizado… desaparecido. Noto el zumbido de la sangre en mis oídos, y el ritmo de mis latidos aumenta para acompasarse al suyo. Me suelta la mano, dejándola posada sobre su corazón. Flexiono ligeramente los dedos y siento la calidez de su piel bajo la liviana tela de la camisa. Está conteniendo la respiración. No puedo soportarlo. Y retiro la mano.
—No —dice inmediatamente, y vuelve a poner su mano sobre la mía, presionando con sus dedos los míos—. No.
Incitada por esas dos palabras, me deslizo por el suelo hasta que nuestras rodillas se tocan, y levanto la otra mano con cautela para que sepa exactamente qué me dispongo a hacer. Él abre más los ojos, pero no me detiene. Empiezo a desabrocharle con delicadeza los botones de la camisa. Con una mano es difícil. Flexiono los dedos que están bajo los suyos y él me suelta, y me permite usar ambas manos para desabotonarle la prenda. No dejo de mirarle a los ojos mientras le abro la camisa, y su torso queda a la vista. Él traga saliva, separa los labios y se le acelera la respiración, y noto que su pánico aumenta, pero no se aparta. ¿Sigue actuando como un sumiso? No tengo ni idea. ¿Debo hacer esto? No quiero hacerle daño, ni física ni mentalmente. Verle así, ofreciéndose por completo a mí, ha sido un toque de atención. Alargo la mano y la dejo suspendida sobre su pecho, y le miro… pidiéndole permiso. Él inclina la cabeza a un lado muy sutilmente, armándose de valor ante mi inminente caricia. Emana tensión, pero esta vez no es ira… es miedo. Vacilo. ¿De verdad puedo hacerle esto?
—Sí —musita… otra vez con esa singular capacidad de responder a mis preguntas no formuladas. Extiendo los dedos sobre el vello de su torso y los hago descender con ternura sobre el esternón. Él cierra los ojos, y contrae el rostro como si sintiera un dolor insufrible. No puedo soportar verlo, de manera que aparto los dedos inmediatamente, pero él me sujeta la mano al instante y la vuelve a posar con firmeza sobre su torso desnudo. Cuando le toco con la palma de la mano, se le eriza el vello.
—No —dice, con la voz quebrada—. Lo necesito.
Aprieta los ojos con más fuerza. Esto debe de ser una tortura para él. Es un auténtico suplicio verle. Le acaricio con los dedos el pecho y el corazón, con mucho cuidado, maravillada con su tacto, aterrorizada de que esto sea ir demasiado lejos. Abre sus ojos grises, que me fulminan, ardientes. Dios santo. Es una mirada salvaje, abrasadora, intensísima, y respira entrecortadamente. Hace que me hierva la sangre y me estremezca. No me ha detenido, de manera que vuelvo a pasarle los dedos sobre el pecho y sus labios se entreabren. Jadea, y no sé si es por miedo o por algo más. Hace tanto tiempo que ansío besarle ahí, que me inclino sobre las rodillas y le sostengo la mirada durante un momento, dejando perfectamente claras mis intenciones. Luego me acerco y poso un tierno beso sobre su corazón, y siento la calidez y el dulce aroma de su piel en mis labios. Su ahogado gemido me conmueve tanto que vuelvo a sentarme sobre los talones, temiendo lo que veré en su rostro. Él ha cerrado los ojos con firmeza, pero no se ha movido.
—Otra vez —susurra, y me inclino nuevamente sobre su torso, esta vez para besarle una de las cicatrices.
Jadea, y le beso otra, y otra. Gruñe con fuerza, y de pronto sus brazos me rodean y me agarra el pelo, y me levanta la cabeza con mucha brusquedad hasta que mis labios se unen a su boca insistente. Y nos besamos, y yo enredo los dedos en su cabello.
—Oh, Ana —suspira, y se inclina y me tumba en el suelo, y ahora estoy debajo de él. Deslizo mis manos en torno a su hermoso rostro y, en ese momento, noto sus lágrimas. Está llorando… no. ¡No! —Christian, por favor, no llores. He sido sincera cuando te he dicho que nunca te dejaré. De verdad. Si te he dado una impresión equivocada, lo siento… por favor, por favor, perdóname. Te quiero. Siempre te querré.
Se cierne sobre mí y me mira con una expresión llena de dolor.
—¿De qué se trata? Abre todavía más los ojos. —¿Cuál es este secreto que te hace pensar que saldré corriendo para no volver? ¿Qué hace que estés tan convencido de que te dejaré? —suplico con voz trémula—. Dímelo, Christian, por favor…
Él se incorpora y se sienta, esta vez con las piernas cruzadas, y yo hago lo mismo con las mías extendidas. Me pregunto vagamente si no podríamos levantarnos del suelo, pero no quiero interrumpir el curso de sus pensamientos. Por fin va a confiar en mí. Baja los ojos hacia mí y parece absolutamente desolado. Oh, Dios… esto es grave.
—Ana…
Hace una pausa, buscando las palabras con gesto de dolor… ¿Qué demonios pasa? Inspira profundamente y traga saliva.
—Soy un sádico, Ana. Me gusta azotar a jovencitas menudas como tú, porque todas os parecéis a la puta adicta al crack… mi madre biológica. Estoy seguro de que puedes imaginar por qué.
Lo suelta de golpe, como si llevara días y días madurando esa declaración en la cabeza y estuviera desesperado por librarse de ella. Mi mundo se detiene. Oh, no. Esto no es lo que esperaba. Esto es malo. Realmente malo. Le miro, intentando entender las implicaciones de lo que acaba de decir. Esto explica por qué todas nos parecemos. Lo primero que pienso es que Leila tenía razón: «El Amo es oscuro». Recuerdo la primera conversación que tuve con él sobre sus tendencias, cuando estábamos en el cuarto rojo del dolor.
—Tú dijiste que no eras un sádico —musito, en un desesperado intento por comprenderle… por encontrar alguna excusa que le justifique.
—No, yo dije que era un Amo. Si te mentí fue por omisión. Lo siento.
Baja la vista por un instante a sus uñas perfectamente cuidadas. Creo que está avergonzado. ¿Avergonzado por haberme mentido? ¿O por lo que es?
—Cuando me hiciste esa pregunta, yo tenía en mente que la relación entre ambos sería muy distinta —murmura.
Y su mirada deja claro que está aterrado. Entonces caigo de golpe en la cuenta. Si es un sádico, necesita realmente todo eso de los azotes y los castigos. Por Dios, no. Me cojo la cabeza entre las manos.
—Así que es verdad —susurro, alzando la vista hacia él—. Yo no puedo darte lo que necesitas. Eso es… eso significa que realmente somos incompatibles.
El mundo se abre bajo mis pies, todo se desmorona a mi alrededor mientras el pánico atenaza mi garganta. Se acabó. No podemos seguir con esto. Él frunce el ceño.
—No, no, no, Ana. Sí que puedes. Tú me das lo que yo necesito. —Aprieta los puños—. Créeme, por favor —murmura, y sus palabras suenan como una plegaria apasionada.
—Ya no sé qué creer, Christian. Todo esto es demasiado complicado — murmuro, y siento escozor y dolor en la garganta, ahogada por las lágrimas que no derramo.
Cuando vuelve a mirarme, tiene los ojos muy abiertos y llenos de luz.
—Ana, créeme. Cuando te castigué y después me abandonaste, mi forma de ver el mundo cambió. Cuando dije que haría lo que fuera para no volver a sentirme así jamás, no hablaba en broma. —Me observa angustiado, suplicante —. Cuando dijiste que me amabas, fue como una revelación. Nadie me había dicho eso antes, y fue como si hubiera enterrado parte de mi pasado… o como si tú lo hubieras hecho por mí, no lo sé. Es algo que el doctor Flynn y yo seguimos analizando a fondo.
Oh. Una chispa de esperanza prende en mi corazón. Quizá lo nuestro pueda funcionar. Yo quiero que funcione. ¿Lo quiero de verdad?
—¿Qué intentas decirme? —musito.
—Lo que quiero decir es que ya no necesito nada de todo eso. Ahora no.
¿Qué?
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Simplemente lo sé. La idea de hacerte daño… de cualquier manera… me resulta abominable.
—No lo entiendo. ¿Qué pasa con las reglas y los azotes y todo eso del sexo pervertido? Se pasa la mano por el pelo y casi sonríe, pero al final suspira con pesar.
—Estoy hablando del rollo más duro, Anastasia. Deberías ver lo que soy capaz de hacer con una vara o un látigo.
Abro la boca, estupefacta.
—Prefiero no verlo.
—Lo sé. Si a ti te apeteciera hacer eso, entonces vale… pero tú no quieres, y lo entiendo. Yo no puedo practicar todo eso si tú no quieres. Ya te lo dije una vez, tú tienes todo el poder. Y ahora, desde que has vuelto, no siento esa compulsión en absoluto.
Le miro boquiabierta durante un momento, e intento digerir todo lo que ha dicho.
—Pero cuando nos conocimos sí querías eso, ¿verdad?
—Sí, sin duda.
—¿Cómo puede ser que la compulsión desaparezca así sin más, Christian? ¿Como si yo fuera una especie de panacea y tú ya estuvieras… no se me ocurre una palabra mejor… curado? No lo entiendo. Él vuelve a suspirar.
—Yo no diría «curado»… ¿No me crees?
—Simplemente me parece… increíble. Que es distinto.
—Si no me hubieras dejado, probablemente no me sentiría así. Abandonarme fue lo mejor que has hecho nunca… por nosotros. Eso hizo que me diera cuenta de cuánto te quiero, solo a ti, y soy sincero cuando digo que quiero que seas mía de la forma en que pueda tenerte.
Le miro fijamente. ¿Puedo creerme lo que dice? La cabeza me duele solo de intentar aclararme las ideas, y en el fondo me siento muy… aturdida.
—Aún sigues aquí. Creía que a estas alturas ya habrías salido huyendo — susurra.
—¿Por qué? ¿Porque podía pensar que eres un psicópata que azotas y follas a mujeres que se parecen a tu madre? ¿Por qué habrías de tener esa impresión? — siseo, con agresividad.
Él palidece ante la dureza de mis palabras.
—Bueno, yo no lo habría dicho de ese modo, pero sí —dice, con los ojos muy abiertos y gesto dolido.
Al ver su expresión seria, me arrepiento de mi arrebato y frunzo el ceño sintiendo una punzada de culpa. Oh, ¿qué voy a hacer? Le observo y parece arrepentido, sincero… parece mi Cincuenta. Y, de pronto, recuerdo la fotografía que había en su dormitorio de infancia, y en ese momento comprendo por qué la mujer que aparecía en ella me resultaba tan familiar. Se parecía a él. Debía de ser su madre biológica. Me viene a la mente su comentario desdeñoso: «Nadie importante…». Ella es la responsable de todo esto… y yo me parezco a ella… ¡Maldita sea!
Christian se me queda mirando con crudeza, y sé que está esperando mi próximo movimiento. Parece sincero. Ha dicho que me quiere, pero estoy francamente confusa. Esto es muy difícil. Me ha tranquilizado sobre Leila, pero ahora estoy más convencida que nunca de que ella era capaz de proporcionarle aquello que le da placer. Y esa idea me resulta terriblemente desagradable y agotadora.
—Christian, estoy exhausta. ¿Podemos hablar de esto mañana? Quiero irme a la cama.
El parpadea, sorprendido.
—¿No te marchas?
—¿Quieres que me marche?
—¡No! Creí que me dejarías en cuanto lo supieras.
Acuden a mi mente todas las veces que ha dicho que le dejaría en cuanto conociera su secreto más oscuro… y ahora ya lo sé. Maldita sea… El Amo es oscuro. ¿Debería marcharme? Ya le dejé una vez, y eso estuvo a punto de destrozarme… a mí, y también a él. Yo le amo. De eso no tengo duda, a pesar de lo que me ha revelado.
—No me dejes —susurra.
—¡Oh, por el amor de Dios, no! ¡No pienso hacerlo! —grito, y es catártico.
Ya está. Lo he dicho. No voy a dejarle.
—¿De verdad? —pregunta abriendo mucho los ojos.
—¿Qué puedo hacer para que entiendas que no voy a salir corriendo? ¿Qué puedo decir? Me mira fijamente, expresando de nuevo todo su miedo y su angustia. Traga saliva.
—Puedes hacer una cosa.
—¿Qué?
—Cásate conmigo —susurra.
¿Qué? ¿Realmente acaba de…?
Mi mundo se detiene por segunda vez en menos de media hora.
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